sábado, 30 de marzo de 2019

El perdón.


Encontré en la orilla del río, un sauce que se erguía vigilante sobre las aguas. Mis brazos, mis piernas, mi espalda, todo enflaquecía…dispuesto a pasar algunas horas bajo la sombra del sabio árbol, me senté a respirar el aliento del bosque.

Entre flores y arbustos transmuté mi realidad a la onírica, perdido entre las cómodas vendas que el tiempo se encargó de obsequiarme y a las que la vida les dio razón de existir. Quise volver, juro que traté, aunque fuese en ese momento tan corto. A lo lejos me veía, su expresión jamás olvidaré, entre el centelleo del rayo y el abrasador destello de los diamantes, corrí lo más rápido posible, intenté excavar y entrar en el seno de la tierra, pero el frío del mundo vegetal tomó todas las fibras de mi piel y dejó caer sobre ellas el duro peso de la realidad que ahora se acercaba, me escupió de sus entrañas, no pude volver. Su mirada era más y más opresiva, tempestades se escuchaban a lo lejos mientras el sol clareaba en todo su esplendor, la seducción de lo que se avecinaba encaminaba mis pasos al centro del caos sublime.

Desperté inmediatamente y comencé a caminar de regreso.

Después de la caminata, reencontré la ciudad, levantada y siempre reluciente, las luces reventaban todas las ventanas. Doblé a la izquierda, sobre la derecha de la nueva bocacalle volví a ver esa mirada, el horror quiso tomarme de rehén y dejarme estático en el sitio. No lo permití. Sobre mi cadáver. Tomé callejuelas, me desprendí totalmente, lo poco que restaba de mi aliento se fue al encontrarme en una plazuela, desesperado me tumbé en una banca de ahí. No podía cerrar los ojos, sería mi sentencia, busqué con la mirada cualquier cosa…dos hombres discutiendo a los pies de una antigua casa turquesa, no sé si serían compadres, en el balcón una joven sentada sobre la baranda, reclamando para ella la luna de plata, en su mano un par de margaritas deshojadas.

No necesité más de esa imagen, mi corazón se reestableció, caminé hacia mi hogar. Las calles parecían susurrar historias, las puertas crujían intentando aprisionar el calor que ellas debían guardar, dos gatos se acercaban a mí, curiosos de alguien que se decidía cruzar por sus dominios. Uno de ellos perdió el interés y se fue tras un incauto ratoncillo que bajó la guardia por un momento (¿quién no la bajaría por una luna como la que hoy tenemos?), sin embargo, su compañero igualó mi paso, silencioso iba a mi lado, no pedía nada a cambio tal vez solo la compañía de un extraño, un suave respiro de ir saltando de techo en techo. Le puse un nombre: Ovidio.

Ovidio y yo caminamos por algunas calles, nunca me sentí tan cómodo al lado de un felino/amigo. Nuestra caminata se vería interrumpida por la llegada a mi hogar, sentí pena por Ovidio, me acompañó felizmente por tantas calles que olvidé que solo era cuestión de tiempo para que nos tuviéramos que despedir. Tomé mis llaves para abrir la puerta, él se sentó en la acera, solo observaba. Antes de entrar quería acariciar a mi nuevo amigo, acerqué la mano lentamente hacia su rostro y cuando estaba a punto de tocarlo, una mordida pequeña pero efectiva cayó sobre mi mano, Ovidio no quería que lo tocara. Sentí una impresión total, tuve algo de miedo al principio, no sabía si él seguiría con su ataque. No fue así. En vez de eso, trepó a un árbol que estaba en frente y se acostó. No sabía si lo volvería a ver. Con algo de tristeza, entré.

No quise tomar el café nocturno que tanto bien me hacía después de los días duros, en vez de ello, tomé un poco de la hierba mate que me habían regalado y la puse a calentar. -Aunque es pequeño este es mi lugar, aquí no pasa más de lo que yo quiera que pase- Me dije, al admirar los muros verdes y blancos que me abrazaban. Tomé mi taza y serví el mate. El olor era satinado y liso, terciopelo profundo, tomé lentamente mientras recordaba lo que había sucedido. El horror y la seducción me turbaban, pero eso no evitó que me relajara. Dejé mi taza en la mesa de noche y me recosté en la cama. El silencio comenzó a hacerse cada vez más profundo, oía latir mi corazón mientras cerraba los ojos…un escalofrío comenzó a escalar muy lento por toda mi espalda, un peso apabullante cayó de pronto sobre mí, abrí los ojos desesperado, quise gritar, pero no podía emitir sonido alguno y apareció esa mirada, justo frente a mí, no respondían mis músculos, estaba atrapado, inmóvil en la cama. Se acercó, lo único que era sólido de su cuerpo era una clase de máscara que pronto observé era de Mictlantecuhtli. Su cuerpo entero estaba cubierto por un manto blanco, no podía ver sus piernas, sus brazos se perdían en las largas mangas que tenía. Cuando estaba junto a mí, subió a la cama y acercó su rostro frente a mí, lloraba aterrorizado por lo que vendría, no quería morir, rugió cuando más cerca estuvo y bajó de la cama. Escuché como la cerradura sellaba mi habitación, no habría escapatoria alguna, fue cuando sentí que solamente mis piernas estaban atadas a la cama y rápidamente traté de erguirme, pero eso seguía ahí, viéndome fijamente. De un momento a otro, tomó mi hombro suavemente, su mano era delgada y suave, subió hasta mi frente. Acarició un poco mi cabello, no hubo terror, no había nada, todo desapareció.

 En la blancura de algún lugar que hasta hoy no sé dónde se encuentra, mis piernas se liberaron, pero no quise huir, me senté en el filo de la cama, absorto entre conjeturas de lo que eso era, observaba como comenzó a quitarse la máscara. Era de piedra, la adornaban flores rojas y copas encendidas donde se quemaba algo parecido al copal, pero desprendía un olor a vainilla. Se acercó hacia mi y me pidió que me levantase, cuando ya estaba parado, se quitó por completo la máscara. No pude ver un rostro, solo había un pequeño lago de aguas muy claras…y, lo vi, esa mirada, ese horror, en el reflejo del lago, lo miré fijamente, los destellos y los centelleos bajaron hasta que vi que era lo que se escondía detrás de esa mirada: mi reflejo. Mis ojos se hincharon y las lágrimas brotaron, solamente era yo, viéndome en las aguas, lloré mucho más y abracé a eso, sentí sus brazos responder, su calor era incomparable, me sentí quemado, pero no importaba, mi sangre estaba tibia de nuevo. Acaricié su rostro y eso acarició el mío. Cerré los ojos.

Volví a mi habitación, el sol se colaba por los espacios que dejaba la cortina, todo estaba en su lugar, no había rastro de la pesada máscara. Me levanté con tranquilidad, en la regadera solo me concentraba en el agua que recorría mi piel, era como un rezo que se derramaba. Terminando el baño me preparé para salir, quería comer el desayuno fuera de casa. Era todo liviano, terso y ágil, no importaban las vendas o los recuerdos, el mundo amanecía como algo nuevo.

Abrí la puerta y me sorprendí al ver que Ovidio estaba sentado esperándome, decidió quedarse, sus pequeños ojos tiernos lo sabían, el sabía que aun no era el momento. -Si, ahora mis diablos se quedan aquí, Ovidio, son parte mía, ellos me construyen, nunca sería yo sin ellos-.

Fue la primera vez que Ovidio dejó que lo acariciara.
        
Por: Miguel Angel Díaz Gutiérrez.

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