Encontré en la orilla
del río, un sauce que se erguía vigilante sobre las aguas. Mis brazos, mis
piernas, mi espalda, todo enflaquecía…dispuesto a pasar algunas horas bajo la
sombra del sabio árbol, me senté a respirar el aliento del bosque.
Entre flores y
arbustos transmuté mi realidad a la onírica, perdido entre las cómodas vendas que
el tiempo se encargó de obsequiarme y a las que la vida les dio razón de
existir. Quise volver, juro que traté, aunque fuese en ese momento tan corto. A
lo lejos me veía, su expresión jamás olvidaré, entre el centelleo del rayo y el
abrasador destello de los diamantes, corrí lo más rápido posible, intenté excavar
y entrar en el seno de la tierra, pero el frío del mundo vegetal tomó todas las
fibras de mi piel y dejó caer sobre ellas el duro peso de la realidad que ahora
se acercaba, me escupió de sus entrañas, no pude volver. Su mirada era más y
más opresiva, tempestades se escuchaban a lo lejos mientras el sol clareaba en
todo su esplendor, la seducción de lo que se avecinaba encaminaba mis pasos al
centro del caos sublime.
Desperté inmediatamente
y comencé a caminar de regreso.
Después de la
caminata, reencontré la ciudad, levantada y siempre reluciente, las luces
reventaban todas las ventanas. Doblé a la izquierda, sobre la derecha de la
nueva bocacalle volví a ver esa mirada, el horror quiso tomarme de rehén y
dejarme estático en el sitio. No lo permití. Sobre mi cadáver. Tomé callejuelas,
me desprendí totalmente, lo poco que restaba de mi aliento se fue al
encontrarme en una plazuela, desesperado me tumbé en una banca de ahí. No podía
cerrar los ojos, sería mi sentencia, busqué con la mirada cualquier cosa…dos hombres
discutiendo a los pies de una antigua casa turquesa, no sé si serían compadres,
en el balcón una joven sentada sobre la baranda, reclamando para ella la luna
de plata, en su mano un par de margaritas deshojadas.
No necesité más de
esa imagen, mi corazón se reestableció, caminé hacia mi hogar. Las calles
parecían susurrar historias, las puertas crujían intentando aprisionar el calor
que ellas debían guardar, dos gatos se acercaban a mí, curiosos de alguien que
se decidía cruzar por sus dominios. Uno de ellos perdió el interés y se fue
tras un incauto ratoncillo que bajó la guardia por un momento (¿quién no la
bajaría por una luna como la que hoy tenemos?), sin embargo, su compañero igualó
mi paso, silencioso iba a mi lado, no pedía nada a cambio tal vez solo la compañía
de un extraño, un suave respiro de ir saltando de techo en techo. Le puse un
nombre: Ovidio.
Ovidio y yo caminamos
por algunas calles, nunca me sentí tan cómodo al lado de un felino/amigo. Nuestra
caminata se vería interrumpida por la llegada a mi hogar, sentí pena por Ovidio,
me acompañó felizmente por tantas calles que olvidé que solo era cuestión de
tiempo para que nos tuviéramos que despedir. Tomé mis llaves para abrir la
puerta, él se sentó en la acera, solo observaba. Antes de entrar quería
acariciar a mi nuevo amigo, acerqué la mano lentamente hacia su rostro y cuando
estaba a punto de tocarlo, una mordida pequeña pero efectiva cayó sobre mi mano,
Ovidio no quería que lo tocara. Sentí una impresión total, tuve algo de miedo al
principio, no sabía si él seguiría con su ataque. No fue así. En vez de eso, trepó
a un árbol que estaba en frente y se acostó. No sabía si lo volvería a ver. Con
algo de tristeza, entré.
No quise tomar el café
nocturno que tanto bien me hacía después de los días duros, en vez de ello, tomé
un poco de la hierba mate que me habían regalado y la puse a calentar. -Aunque
es pequeño este es mi lugar, aquí no pasa más de lo que yo quiera que pase- Me
dije, al admirar los muros verdes y blancos que me abrazaban. Tomé mi taza y serví
el mate. El olor era satinado y liso, terciopelo profundo, tomé lentamente
mientras recordaba lo que había sucedido. El horror y la seducción me turbaban,
pero eso no evitó que me relajara. Dejé mi taza en la mesa de noche y me recosté
en la cama. El silencio comenzó a hacerse cada vez más profundo, oía latir mi corazón
mientras cerraba los ojos…un escalofrío comenzó a escalar muy lento por toda mi
espalda, un peso apabullante cayó de pronto sobre mí, abrí los ojos desesperado,
quise gritar, pero no podía emitir sonido alguno y apareció esa mirada, justo
frente a mí, no respondían mis músculos, estaba atrapado, inmóvil en la cama.
Se acercó, lo único que era sólido de su cuerpo era una clase de máscara que
pronto observé era de Mictlantecuhtli. Su cuerpo entero estaba cubierto por un
manto blanco, no podía ver sus piernas, sus brazos se perdían en las largas
mangas que tenía. Cuando estaba junto a mí, subió a la cama y acercó su rostro
frente a mí, lloraba aterrorizado por lo que vendría, no quería morir, rugió cuando
más cerca estuvo y bajó de la cama. Escuché como la cerradura sellaba mi habitación,
no habría escapatoria alguna, fue cuando sentí que solamente mis piernas
estaban atadas a la cama y rápidamente traté de erguirme, pero eso seguía ahí, viéndome
fijamente. De un momento a otro, tomó mi hombro suavemente, su mano era delgada
y suave, subió hasta mi frente. Acarició un poco mi cabello, no hubo terror, no
había nada, todo desapareció.
En la blancura de algún lugar que hasta hoy no
sé dónde se encuentra, mis piernas se liberaron, pero no quise huir, me senté
en el filo de la cama, absorto entre conjeturas de lo que eso era, observaba
como comenzó a quitarse la máscara. Era de piedra, la adornaban flores rojas y copas
encendidas donde se quemaba algo parecido al copal, pero desprendía un olor a
vainilla. Se acercó hacia mi y me pidió que me levantase, cuando ya estaba
parado, se quitó por completo la máscara. No pude ver un rostro, solo había un
pequeño lago de aguas muy claras…y, lo vi, esa mirada, ese horror, en el reflejo
del lago, lo miré fijamente, los destellos y los centelleos bajaron hasta que
vi que era lo que se escondía detrás de esa mirada: mi reflejo. Mis ojos se hincharon
y las lágrimas brotaron, solamente era yo, viéndome en las aguas, lloré mucho más
y abracé a eso, sentí sus brazos responder, su calor era incomparable, me sentí
quemado, pero no importaba, mi sangre estaba tibia de nuevo. Acaricié su rostro
y eso acarició el mío. Cerré los ojos.
Volví a mi habitación,
el sol se colaba por los espacios que dejaba la cortina, todo estaba en su lugar,
no había rastro de la pesada máscara. Me levanté con tranquilidad, en la
regadera solo me concentraba en el agua que recorría mi piel, era como un rezo
que se derramaba. Terminando el baño me preparé para salir, quería comer el desayuno
fuera de casa. Era todo liviano, terso y ágil, no importaban las vendas o los
recuerdos, el mundo amanecía como algo nuevo.
Abrí la puerta y me sorprendí
al ver que Ovidio estaba sentado esperándome, decidió quedarse, sus pequeños
ojos tiernos lo sabían, el sabía que aun no era el momento. -Si, ahora mis
diablos se quedan aquí, Ovidio, son parte mía, ellos me construyen, nunca sería yo sin ellos-.
Fue la primera vez
que Ovidio dejó que lo acariciara.